18 julio 2007

Fenomenología de las vacaciones

Cada retorno de las vacaciones hace renacer en mí la idea (¿fantasía, esperanza?) de abandonar el caos urbano y emigrar a latitudes más espaciosas: el campo, la sierra, la costa, prácticamente todo paisaje federal oxigena la mente y tienta al espíritu con un estilo de vida más sosegado. Otro ritmo, otros vínculos, otros ideales...

Esa otredad bucólica llama a su vez a un interrogante más profundo: ¿son las vacaciones un mero escape, un paréntesis en medio de la vorágine laboral, o son acaso un fugaz encuentro con nuestro verdadero ser, un asomo a otra vida que reposa allí, a pocos kilómetros quizás, aguardando a que nos apropiemos de ella?

El "ser" de las vacaciones es un ser despreocupado, liberado de cargas laborales -las que a su vez comportan limitaciones de orden temporal-; es económicamente "disoluto", es decir, que puede permitirse gastos en los que normalmente no incurriría en su "otra vida". En suma, no parecería haber patrón de comparación posible entre ese ser y el “ser urbano”. Éste, condenado a vivir en la monotonía gris; aquél, libre, creativo y feliz.

Somos lo que somos y aquello que nos sucede, ¿no es así? La maquinaria funciona a la perfección si yo consiento felizmente en recibir ese "premio anual" por mi esfuerzo y entrega y disfruto del merecido descanso sin efectuar planteos incongruentes. Sería ilógico pensar que la vida consiste en eso: tomar sol, caminar, pensar, dormir hasta cualquier hora, jugar, correr, bailar. No, eso es una fantasía, una pantomima creada por el propio mercado turístico. Uno debe exprimir el goce veraniego hasta el paroxismo. Y si no puede o no sabe cómo, al menos debe fingirlo. A su regreso de las vacaciones, podrá nuevamente ser el mismo de siempre, el "verdadero" y liberarse de aquel impostor.

La disociación -también conocida como esquizofrenia- es un fenómeno que no tiene relevancia más que para la psicología. Uno puede sostener ad aeternum una doble personalidad y ser al mismo tiempo el empleado del mes. El problema comienza cuando uno advierte que para sostener el juego ha de echar mano de una buena dosis de fingimiento -también denominada represión-. Pero ¿cuándo y dónde fingimos? ¿durante esas dos semanas locas de recompensa, o en los 350 días restantes del año?

El modelo impone un doble fingimiento perpetuo. La crisis adviene cuando reconocemos la imposibilidad de sostener al menos uno de los dos fingimientos. En otras palabras, reconocemos la falsedad de al menos uno de los seres que fingen. Empero, ese reconocimiento no implica automáticamente la verdad del otro ser. Pueden resultar ambos falsos. Acaso puestos en el paraíso, libres de todo yugo, tampoco encontrásemos la felicidad. Concedido, pero quizás no sería necesario entonces fingir, como del mismo modo no serían necesarias las vacaciones si la plenitud de nuestra existencia la halláramos en el trabajo. Por eso la llegada de las vacaciones reflota ese crudo interrogante. ¿Celebro poder olvidar -aunque sea por unos pocos días- mi chatura cotidiana? ¿Existe una sustancia en mis actos durante este corto período de "descanso", o son ellos una mera negación, llevada al extremo del desenfreno, de todo aquello que me constituye en la ciudad? O bien podría ser que las vacaciones fueran extraordinariamente reales, o al menos medianamente posibles. Entonces, ese llamado "exógeno" no sería tan descabellado.

De todos modos, sería un error asociar la vida urbana con el trabajo monótono y la vida bucólica con el ocio estival. Seguramente allá afuera hay gente que trabaja más y en condiciones más extremas que las de la ciudad. El escape es, fundamentalmente, del modo de vida y no de la ciudad en sí. Pues bien, si nuestra existencia ha de ser gris, entonces al menos podríamos elegir un contexto más colorido para sobrellevarla. De ahí la validez del deseo migratorio.