10 septiembre 2007

Marca personal

Todo lo que crece llama la atención. El crecimiento supone un cambio, un pasaje -por lo general cuantitativo- de un estado a otro. Hay cambios normales, es decir, crecimientos normales, esperables, y crecimientos anormales, inesperados. Hay crecimientos buenos, crecimientos malos y crecimientos que preocupan. Como sea, resulta interesante estudiar el crecimiento en sus diversas manifestaciones y los cambios, en las cosas y en las personas.

Un crecimiento, a mi entender preocupante, es el del número de personas que someten su cuerpo a la aplicación de algún tipo de tatuaje o bijouterie exótica, tales como aritos en la lengua, cejas, ombligo, etc. Ante esta tendencia, uno no puede por menos que preguntarse ¿por qué? ¿de dónde viene esa necesidad de ser marcado, acaso de por vida? ¿es la revivificación de un hábito inveterado? ¿o es simplemente la imposición de un nuevo objeto de consumo? ¿debemos buscar sus raíces en las prácticas rituales inmersas a su vez en una estética primitiva o debemos disparar sobre los mercaderes de la piel que sellan su rédito sobre la humanidad de la juventud ingenua?

Está claro que el tatuaje, el peircing, las perforaciones y todas sus variantes, son actividades comerciales y, como tales, se rigen por las leyes de mercado de oferta y demanda. No nos interesa aquí analizar la lógica del mercado, sino las razones por las cuales un comportamiento humano determinado es capaz de instaurar un objeto específico y convertirlo en bien de cambio.

Todas las culturas le han asignado siempre un valor agregado a la belleza. Los adornos, tinturas y afeites sobre el propio cuerpo son moneda corriente prácticamente en todas las civilizaciones. En algunos casos, encontramos una conexión simbólica entre cierta estética corporal y una determinada significación trascendente. La guerra, el nacimiento, la muerte, la pertenencia a determinada tribu, todos actos vinculados con lo iniciático o extraordinario, eran figurados por medio de atuendos y maquillajes específicos. Estas prácticas, trasladadas a nuestra cultura occidental, dieron origen al comercio de la moda (el capitalismo, todo lo que toca lo convierte en mercancía). Se supone que la moda es, en su conjunto, un universo orientado al embellecimiento de la persona. Que la impresión de un tatuaje en la espalda sea algo que contribuya al embellecimiento del ser humano, es materia discutible. Lo cierto es que la moda opera bajo el imperio de las leyes del mercado.

Un objeto se vuelve "de moda" o "está a la moda" cuando su demanda es creciente -y su cotización también-. Y aquí es cuando la aceptación acrítica de un determinado objeto nos sumerge en la irracionalidad del mercado. No podemos consentir en tatuarnos o ponernos un arito porque está de moda, o porque es simplemente "bonito". Aquí es donde interviene el "racionalismo consumista" . Es decir, debemos encontrar una razón válida para fundamentar nuestro consumo. Esto, en principio, parece inobjetable. ¿Qué no es objeto de consumo en nuestra sociedad? ¿Acaso no lo son incluso las obras de arte más excelsas, de las que no podemos afirmar más que con verdad que las consumimos porque nos plenifican y elevan a un estado de percepción y gozo trascendentes? Entonces, es posible vincular nuestro tatuaje con los fenómenos más profundos y significativos que podamos imaginar. El nombre de una persona amada, la insignia de nuestro club, axiomas zen; la variedad más peregrina de íconos vinculados con la experiencia personal más significativa convertiría en imposible cualquier objeción. -¿Porqué te tatuaste el nombre de tu hijo? -Porque es lo que más amo en el mundo... bien, quién podría negarlo. Qué decir frente a esa y otras justificaciones. Sin embargo, todas estas respuestas están impregnadas de cierto tufillo a sofisma. ¿Qué, sin tatuaje no lo amarías "más que a nada"? Parecería que el tatuaje viene a simbolizar o afirmar una experiencia interna. ¿O a sustituirla? La solidez de una vivencia interna ¿no es capaz de bastarse a sí misma y autojustificarse? Deberíamos preguntarnos si un derrumbe interior cada vez más notorio no nos impulsa irracionalmente a reconocernos en formas externas. ¿O es que acaso antes de la Bond Street no teníamos emociones que representar? Lo que es seguro es que la tradición del tatuaje o del peircing no la heredamos de nuestros abuelos. Acaso el agujero en el lóbulo femenino y la circuncisión del varón sean las únicas "marcas" ancestrales que aceptamos aquiescentemente. Cada uno sabrá a quien efectuar en esos casos la demanda de rigor. Pero exponernos conscientemente a una marcación gregaria es un acto que nos rebaja al nivel de los corderos y debiera, por lo menos, invitarnos a la reflexión, salvando de antemano todas las argumentaciones orientadas a la homologación del hombre con el género animal.

Léase: pues bien, los corderos también crecen, mueren, hacen el amor, defecan, comen, etc. Seguro. Nadie lo niega. Pero no olvidemos que los corderos no dejan "marcarse" voluntariamente. Seguramente por no tener un sentido tan arraigado de pertenencia a un rebaño como lo tiene el hombre.